Este último domingo por la tarde llegué a la Plaza 28 de Julio con la curiosidad a flor de piel. El cielo estaba gris y el concreto parecía el mismo de siempre: duro e indiferente. Pero algo distinto empezaba a vibrar en el ambiente. Los colores aparecían entre la gente, las banderas se desplegaban, el glitter brillaba en los rostros, y poco a poco se formaba una comunidad que no pedía permiso para existir. Era mi primera vez en una marcha del orgullo, y sin saberlo, ya me sentía parte de algo más grande.
La movilización fue organizada por el colectivo Diversidad Áncash, en el marco del Mes del Orgullo LGTB+, conmemorando los disturbios de Stonewall ocurridos en Nueva York en 1969, un punto de inflexión en la lucha por los derechos de la comunidad. Ese contexto, aunque a miles de kilómetros y más de 50 años de distancia, se sentía presente en cada paso de quienes marchábamos.
Me habían dicho que en años anteriores había más gente, más ruido, más presencia. Pero desde donde yo estaba, esa “poca gente” parecía inmensa, porque lo que no se medía en número se sentía en fuerza. En cada paso, en cada mirada, la valentía era lo que llenaba el espacio. Estábamos lejos de ser pocos. Éramos muchos, caminando con decisión.
Vi personas bailando, otras llorando, muchas abrazándose. Vi besos sin miedo, carteles escritos a mano, cuerpos diversos, miradas brillantes. Y aunque no se gritaban frases organizadas, cada gesto era un mensaje silencioso: un acto de presencia, de resistencia, de libertad personal. Por unas horas, en esa parte de Chimbote, ser uno mismo fue posible.
Una escena me quedó grabada: una madre marchaba junto a sus dos hijas jóvenes, las tres con banderas arcoíris sobre los hombros. Ninguna se ocultaba, ninguna bajaba la mirada. La madre caminaba con paso firme, con orgullo, como si toda su vida hubiera esperado ese momento. En una ciudad donde antes eso era impensable, ver a una familia así fue una imagen de esperanza.
Entre todos los carteles, dos me marcaron:
– “Todos los derechos para todas las personas”
– “Ser pro-vida es defender todas las vidas”
Frases que no solo eran pancartas: eran ideas que flotaban en el aire, mensajes que hablaban de respeto, dignidad y humanidad. Me hicieron entender que esta lucha va más allá de identidades: habla de justicia.

Aunque no hubo arengas organizadas, los gritos espontáneos rompían el silencio del cemento. Gritos de libertad, de alegría, de emoción contenida. Eran expresiones sueltas, personales, únicas. No eran coros, pero sí eran ecos de una comunidad que por fin caminaba sin esconderse. Y nadie trató de callarlas.
La marcha avanzó por el centro de la ciudad. Se escuchaba el ruido de los autos y de las personas, pero más se sentía el sonido de los pasos seguros de quienes por mucho tiempo caminaron a escondidas. Desde algunas ventanas salieron aplausos; desde otras, miradas neutras. Pero esta vez, la indiferencia no detuvo a nadie.
La marcha fue avanzando sin prisa, pero con firmeza. Algunas personas se detenían a tomarse fotos, otras compartían risas y bailes en la vereda. Todo fluía con naturalidad, sin miedo, sin tensión. No hubo discursos solemnes ni homenajes, pero sí una atmósfera de respeto y unión. Nadie necesitaba decirlo: estar ahí ya era, de por sí, un acto de memoria y de esperanza.
Al llegar nuevamente a la plaza, el grupo comenzó a dispersarse poco a poco. Algunos se quedaron conversando, otros se fueron abrazando. Yo me senté un momento a observar. Vi parejas de la mano, amigos riendo, jóvenes que por fin se veían libres. Todo era tan simple y tan poderoso a la vez. Era como si, por unas horas, el prejuicio se hubiera quedado fuera del perímetro.
Rodeado de tanta alegría y libertad, comprendí que nadie debería sentir miedo de ser uno mismo. Que cada persona, sin importar su identidad o a quién ame, merece respeto, espacio y libertad para existir. Yo soy heterosexual y durante años tuve ideas conservadoras, incluso con prejuicios que hoy reconozco y cuestiono, pero estar ahí me hizo entender que escuchar, observar y abrir el corazón puede cambiarlo todo. Me fui de la marcha con una certeza nueva: esto no se trata de una moda, ni de una tendencia. Se trata de dignidad, de humanidad, de amor propio y colectivo.
Crónica escrita por Antony Alegre